El cielo, de tenso cuarzo,
guarda
en su redil al mundo,
mientras
la madre se asoma
a
sus balcones abruptos.
Lejos
del monte y la sal,
lejos
del óleo y del junco,
la
madre da puñetazos
en
un espejo de humo.
Sobre
los lienzos mojados
reposa
el hijo, convulso
y
vendado con las cuerdas
dolientes
del infortunio.
“Madre,
¿qué me pasa? Madre,
que
ya llega el mes de julio,
y
yo me quiero montar
en
un hipocampo rubio”.
Caen
los telones del día,
embraza
el calor su escudo;
los
peces leen en el cobre
un
diagnóstico de luto.
Por
las copas de los árboles
nervios,
sobresaltos, bulos
se
suceden en la rueda
del
planeta cejijunto.
Pero
la madre, paciente,
cambia
a su hijo de rumbo,
barco
varado en las sábanas,
y
le da miel a Saturno.
En
la calle, a nadie alumbran
mancos
faroles obtusos,
faroles
que no comprenden
que
hay arcángeles viudos...
Excelente poema donde se refleja el amor incondicional de una madre por su hijo.
ResponderEliminarAsí es, María. Creo que no hay amor más incondicional que ése.
EliminarMuy bonito, Rafael. La musicalidad y la rima de la mejor poesía española
ResponderEliminarGracias, Fernando. La tradición del viejo romancero español no debería perderse, aunque por desgracia hoy en día se cultiva poco.
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