martes, 4 de julio de 2023


 

Las invasiones bárbaras (II).
Durante el reinado de Valentiniano III (425-455), los vándalos, a las órdenes de Genserico, consolidaron su dominio de África (439). En la isla de Britania, abandonada paulatinamente, hacia 440 parece ser que apenas quedaba presencia romana, algunos años después los invasores sajones hacían sentir su presión y el territorio iba camino de fragmentarse en pequeños reinos independientes. El Imperio romano de Occidente se había reducido a Italia, Sicilia, Cerdeña y parte de Iliria, y en ciertas regiones de la Galia y de Hispania su autoridad era puramente nominal, requiriendo el respaldo de los caudillos bárbaros o señores locales.
La siguiente invasión, la de los hunos, pudo a duras penas ser contenida. Después de devastar el Imperio de Oriente (441-450), Atila, llamado el "Azote de Dios", se dirigió a invadir la Galia, pero allí fue derrotado en los Campos Cataláunicos (451) por una coalición de visigodos, francos, burgundios y romanos. A continuación, el rey de los hunos cruzó los Alpes en 452 y llegó cerca de Roma. Se cuenta que una entrevista con el Papa León I le convenció para que se retirase de Italia. Sea como fuere, Atila regresó a sus dominios del Danubio y murió al año siguiente (453).
Pero en 455, tras la muerte de Valentiniano III, Genserico y sus vándalos de África desembarcaron en Italia y saquearon Roma, llevándose como rehenes a la emperatriz Eudoxia y a sus dos hijas. Los visigodos nombraron entonces a Avito emperador, si bien fue su caudillo Ricimero (nieto de Walia) quien ejerció realmente el poder, poniendo y deponiendo emperadores a discreción (457-472). Entretanto, los vándalos asolaban a sangre y fuego las islas del Mediterráneo occidental y las costas de Italia, y Hunerico (hijo de Genserico) obligaba a Eudocia, hija de la emperatriz Eudoxia, a casarse con él, lo que le permitía reclamar una parte del Imperio a nombre de su esposa.
Hubo todavía emperadores en Roma o Rávena, pero Ricimero acabó por erigirse en gobernante "de facto" (465) desde la ciudad de Milán. En 472, sus soldados saquearon Roma tras un asedio de tres meses. A la muerte de Ricimero ese mismo año, varios rivales se disputaron el control de los restos del Imperio occidental. Orestes, de origen germano, alcanzó la jefatura del ejército y, expulsando a Julio Nepote del trono, proclamó emperador a su propio hijo, Rómulo Augústulo (475). Pero los soldados bárbaros eligieron por nuevo jefe a Odoacro, quien capturó e hizo asesinar a Orestes, depuso a Rómulo Augústulo (476) y se proclamó rey de Italia, aunque Zenón, emperador de Oriente, todavía siguió reconociendo a Julio Nepote como emperador desde el 474 hasta su muerte en 480.
Los historiadores suelen aceptar al año 476 como el fin del Imperio romano de Occidente y de la Roma antigua. El Imperio de Oriente perduró, sin embargo, hasta la caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453.
Como todos los Imperios, el romano acabó no simplemente abatido por enemigos exteriores, sino más bien corroído por sus propios males internos: debilitamiento progresivo de la autoridad imperial, corrupción moral, crisis de natalidad, alta tasa de inflación y empobrecimiento de las ciudades. Hay quien opina que las invasiones bárbaras y el auge del Cristianismo fueron los factores decisivos en la caída del poder romano, pero tal afirmación no puede tomarse como una verdad absoluta o, como mínimo, precisa de alguna matización. Numerosos pueblos bárbaros llevaban en realidad mucho tiempo viviendo dentro de las fronteras imperiales y haciéndose con el control del ejército, llenando así el vacío que la sociedad y la baja demografía romanas habían creado. Otro tanto cabe decir del Cristianismo, que se extendió entre la población cuando apenas se creía ya en la vieja religión pagana. Bárbaros y cristianos, por tanto, apuntalaron en buena medida al Imperio (tambaleante desde la crisis del siglo III), aunque también es posible que en algunos aspectos lo debilitaran. Por otra parte, el duro carácter romano de los primeros siglos fue dejando paso poco a poco a una relajación de las costumbres y a un relativismo moral que siempre acaban por empujar a la decadencia a cualquier forma de civilización.
Puede decirse que Roma nació y se desarrolló para cumplir una misión histórica: fundir en ella a la civilización griega (así como a otros elementos provenientes de Egipto y de Oriente) y extenderla por Europa y por la cuenca mediterránea. También, si se quiere, para difundir y hacer triunfar al Cristianismo, a pesar de las persecuciones. Los romanos no fueron un pueblo original, inventaron muy poca cosa por sí mismos, pero crearon caminos para la cultura, organizaron un orden a base de leyes y magistrados, y todo lo unificaron bajo una lengua común. En ello reside la importancia de su legado y también su grandeza.
Fuentes: "Historia de Roma" (Theodor Mommsen). "Decadencia y caída del Imperio Romano" (Edward Gibbon).
Imagen: Rómulo Augústulo depuesto por Odoacro (476).