El cielo, de tenso cuarzo,
guarda en su redil al mundo,
mientras la madre se asoma
a sus balcones abruptos.
Lejos del monte y la sal,
lejos del óleo y del junco,
la madre da puñetazos
en un espejo de humo.
Sobre los lienzos mojados
reposa el hijo, convulso
y vendado con las cuerdas
dolientes del infortunio.
“Madre, ¿qué me pasa? Madre,
que ya llega el mes de julio,
y yo me quiero montar
en un hipocampo rubio”.
Caen los telones del día,
embraza el calor su escudo;
los peces leen en el cobre
un diagnóstico de luto.
Por las copas de los árboles
nervios, sobresaltos, bulos
se suceden en la rueda
del planeta cejijunto.
Pero la madre, paciente,
cambia a su hijo de rumbo,
barco varado en las sábanas,
y le da miel a Saturno.
En la calle, a nadie alumbran
mancos faroles obtusos,
faroles que no comprenden
que hay arcángeles viudos...